– Yo os puedo mandar para Atlanta pero no os puedo garantizar cuando lograréis salir de allí, todos los vuelos de salida han sido cancelados por el temporal de nieve – nos dice con acento caribeño la mujer que atiende en el mostrador de Delta Airlines.
Así comienza nuestro periplo rumbo a Nicaragua, con la que no existe aún conexión directa desde España (Iberia ha anunciado una nueva ruta que operará a partir de Octubre). Tras los nervios de última hora, las despedidas, y el esfuerzo físico y mental de meter en la maleta «todo lo que vayas a necesitar, que allí no hay nada», dan ganas de decirle que sí, que lo que sea, con tal de no regresar a casa con cara de tonto a repetir la ruleta emocional y, que además, te suelten el tan temido: «pues sí que has durado poco». En mi afán por economizar espacio en la maleta para linterna, adaptadores, mosquitera, botiquín básico y demás cachivaches que alguien te ha señalado como imprescindibles, no he metido una sola prenda de abrigo que me permita afrontar los 20 grados bajo cero de Atlanta. De hecho he llegado cagado de frío al aeropuerto con tal de no cargar innecesariamente con un abrigo en los 6 meses de clima caribeño que nos esperan.
«¿Pero qué se te ha perdido a ti allí?»
Finalmente la chica del mostrador se apiada de nosotros y, tras verme tiritar durante media hora, nos consigue mágicamente un vuelo hasta Panamá desde donde (en teoría), deberíamos poder enlazar hacia Managua. Sale dentro de 24 horas pero nos ahorramos las aduanas de Trump. Lo peor será padecer la fatiga de las segundas despedidas, carentes de frescura, y en las que nuestros allegados pedirán a gritos: «¡márchate ya, que pueda hacerme a la idea de una vez!». A fin de cuentas, lo que más hemos oído desde que dijimos que nos íbamos a Nicaragua a colaborar con una startup de microcréditos a mujeres, ha sido el inquietante: «¿pero que se te ha perdido a ti allí?». Bueno, es cierto que los menos cercanos decían cosas como «qué interesante», pero al tiempo te miraban con cara de «tú estás pirao, chaval».
El caso es que tras nuestro paso por la dolarizada Panamá, aterrizamos por fin en Managua.
– ¿Dónde cae el centro?
– Esto es el centro – nos responden.
Miramos alrededor y el escenario nos sigue pareciendo las afueras poligoneras de un Móstoles o un Lafuensanta. Luego de Managua en microbús a León, otro micro hasta Chinandega, de allí a Somotillo y, finalmente, un autobús regular (de esos escolares americanos que han reciclado de la primera temporada de Los Simpson) nos deja en Cinco Pinos. Es cierto que sentimos que estamos en el quinto pino. Es una zona rural remota, desde la que se ven las montañas que delimitan la frontera con Honduras, y que pertenece al segundo país más pobre de América, justo tras Haití.
Cien ojos curiosos nos revisan de arriba a abajo.
Mientras caminamos por una calle empedrada rumbo al único hotel del pueblo sentimos como cien ojos curiosos nos revisan de arriba abajo. Una reacción automática nos lleva a saludar a todo el mundo, para rebajar la tensión del silencio que crean esas miradas escrutadoras. «Buenas noches», decimos, e inevitablemente la respuesta es un escueto «adiós». Parecemos completamente perdidos, no sólo en el espacio, también en el tiempo. Es como regresar a un pueblo de la España de posguerra. Nos cruzamos con cerdos que andan sueltos por la calle, gallinas, y perros con cara de estar acostumbrados a buscarse la vida. Las casas, por pequeñas que sean, parecen haber sido construidas por fases, incorporando poco a poco los elementos que se encuentran por ahí. Aquí prima lo práctico frente a lo estético y un tejado puede tener tres elementos distintos: tejas, latón de varias texturas y trozos de plástico.
El choque cultural es inevitable, pero una vez superada la primera impresión uno se da cuenta de que más que miseria, aquí lo que hay es carencias. Pronto descubriremos que esta gente no está desesperada, y que en su mayoría se aleja del estereotipo que tenemos allá. Son trabajadores, y están acostumbrados a usar la imaginación para buscan de mil maneras distintas la manera de prosperar, y así evitar tener que recurrir a la emigración. Disponen de lo básico, pero carecen de esas comodidades que se nos han vuelto imprescindibles en nuestro mundo hipertecnológico y de vida acelerada. Por ejemplo, bajo los árboles de la plaza del pueblo hay acceso wifi gratuito a internet, pero cuando el router se cae debido a alguno de los frecuentes cortes de luz, nadie parece entrar en pánico ni sentir que su vida ha dejado de tener sentido.
Agustín Molin
Microwd. Tu inversión, su cambio.