Un alacrán y un machete

No deja de resultar curioso que precisamente aquí encontremos respuesta a todos los temas fetiche de nuestra cultura urbanita. Como la vida en contacto con la naturaleza (nos vamos a hartar). O la cuestión de la huella ecológica y la sostenibilidad: aquí es habitual tener árboles frutales en el patio de la casa, pequeños cultivos de maíz, frijol o ajonjolí, la cuajada es de leche local, los restos de comida se dan a los animales, el agua es del pozo, y los huevos no es que sean de corral, es que son de gallinas que de facto forman parte de la familia.

Los complementos vitamínicos son uno de los productos estrella de las pulperías

No hay agua caliente (no hace falta), y el transporte es en colectivo o como mucho en moto. Incluso la dieta, de no ser por la escasez de verduras que hace que los complementos vitamínicos sean uno de los productos estrella de las pulperías, puede considerarse híper saludable: fruta e hidratos de carbono en su mayoría (el famoso gallopinto de arroz y frijoles), de vez en cuando proteína (peces o cangrejos del río, pollo, res o cerdo), pocas grasas, y nada de alimentos procesados o azúcar industrial. De acuerdo, no es El Bulli…, pero también hay quien paga porque le obliguen a alimentarse así.

El clima, que aquí es más fresco que en el llano gracias a los montes cubiertos de bosque que lo envuelven todo, también ayuda. Un fanático del trekking diría que estamos accediendo al paraíso.

Nuestro Hotel consiste en un laberinto de estructuras que se han ido añadiendo a la casa original a lo largo de los años, alrededor de un patio central donde hay gallinas, gansos y… dos venados sueltos. Uno ha parido hace poco un «bambi» que nada tiene que envidiar al icono de Walt Disney.

 

Todo es poroso, está agrietado o no cierra bien

Cenamos, como no, gallopinto. La habitación tiene un techo de chapa que está separado 20 cm de las paredes como sistema de ventilación, lo que deja un hueco enorme que da a la calle y al cuarto de al lado. Aquí nada es hermético, todo es poroso, o está agrietado, o no cierra bien. Y por ahí se nos cuela del campo “la vida misma”. Esto que suena tan romántico y empalagoso, significa que David se ve obligado a recurrir a toda la flema británica de la que es capaz para fingir indiferencia cuando le comunica a Juan, nuestro casero, que hay un alacrán en la pared de su habitación. Juan se presenta con un machete enorme, desproporcionado para el tamaño de la amenaza, le corta la cola y lo liquida con la precisión de un samurái caribeño. Pobre bicho pienso, aunque también me tranquiliza enterarme de que a Juan no le gustan ni los escorpiones ni las cucarachas. 

Más vergüenza paso yo cuando al encender la luz me topo con una bestia negra de largas patas que se aferra a la pared. Sí, he gritado. Nueva llamada a Juan. 

– Disculpa que te molestemos de nuevo Juan, ¿podrías venir a decirme qué es lo que hay en mi habitación? – Le digo con calma.
– ¿Eso? Eso es un grillo, no hace nada, control de plagas natural – dice, mientras da un golpe en la pared, y esa cosa del tamaño de mi mano desaparece por el hueco del techo.
– ¡Aaah! Allí es que a lo que llamamos grillo es otra cosa…

Al menos hemos llegado en la estación seca y no hay ni rastro de mosquitos. Aun así, tanto David como yo, pasamos más de media hora construyendo un búnker de mosquiteras que forra cada una de nuestras respectivas camas. 

 

Cosas de vivir en mitad de la naturaleza


Las 8 de la noche es aquí hora de dormir. El techo vibra con el viento y la madera cruje. El grillo de mi cuarto emite un tac-tac-tac que suena como si alguien golpeara la puerta, mientras que la música de fondo es una lejana orquesta de chillidos de pájaros. Un chaval del pueblo se detiene junto a la pared para escuchar en su móvil el último hit de música caribeña. Se oye como si estuviera a punto de meterse en mi cama. El viento arrecia y provoca dos explosiones que no son sino cocos cayendo sobre el tejado, lo que me recuerda que esa es una de las causas de muerte más frecuentes por estas tierras.

Consigo dormir unas pocas horas, hasta que el gallo alfa de nuestro hotel se venga por generaciones enteras de familiares convertidos en caldo, y comienza a chillar como un tenor que se hubiera pillado los dedos con la puerta de un taxi. Le responde el del vecino y luego el de más allá. Y así todos los del pueblo. Coro de perros a lo lejos y, dos segundos de silencio después, se repite la misma sinfonía, en la que cada bicho espera pacientemente que le llegue su turno para intervenir.  Son las 4:30 h de la mañana, bueno, de la noche, y me entran ganas de ir al baño, pero me aguanto por no enfrentarme a la fauna que debe rondar por el pasillo. Cosas de vivir en mitad de la naturaleza.

 

Agustín Molín

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